de Los sabios del sillón

Futuro_Sabios

Eitán Futuro

[fragmento]

Lara me empezó a besar. No la besé yo primero porque pensé que ellas no daban besos en la boca. Le toqué las tetas por encima del corpiño y me acosté en la cama. Todo estaba bajo control. Mariela se las operó el año pasado. La primera vez que tuvimos relaciones, mi primera vez, ella no me dejó sacarle la remera. Decía que las tenía chicas y que si se las veía no iba a querer estar más con ella. Tampoco me dejó sacarme la remera a mí. Decía que yo era muy flaco y le daba impresión. Ni siquiera se sacó las medias. Se le ocurrió la idea de que si yo tenía tantas ganas, tenía que romper las medias con los dientes. Así que en mi primera vez no hubo contacto físico. Látex, nylon y algodón frotándose entre sí.

Durante seis meses tuvimos una relación secreta. Tumbi, que era amigo de los dos, estaba enamorado de ella y tenían charlas eternas en el balcón de Mariela mientras yo tocaba el piano en el living. En la parada del veintinueve, Tumbi me hablaba y me hablaba y me hablaba, y yo no podía decirle lo que pensaba de su conflicto porque eso habría sido traicionar mi voto de silencio con Mariela. Dos cosas me enseñó mi papá cuando tenía cinco años y le pedí empezar karate: que nunca hay que pegar por la espalda y que la palabra es sagrada. Él sabía que yo le iba a hacer caso porque quería ser un ninja, entonces intercaló una de las reglas que había aprendido de su maestro okinawense cuando hacía karate en Hebraica, con un método de control convencional.

Después llegó el horror del viaje de egresados: la escena tiene pintado sobre el telón de fondo el lago Nahuel Huapi y a los egresados 2003 de ORT, especialidad Producción Musical, haciendo el baile del apareamiento estéril asistido, en la mayoría de los casos simbólico, una gran masturbación emocional en grupo, un bukkake al cielo de los hebreos en la resignación de la inteligencia. ¿Hay que emborracharse y dejarse coger las novias por coordinadores de viaje con sueños de luces estroboscópicas? ¡Ningún problema, Mati! Hacé como te haga más feliz, Yoni, nosotros esperamos acá en la base del Tronador porque cuando llegamos al día de esquí resultó que no habíamos pagado por subir a la montaña. El contrato decía claro que nos iban a llevar a la base a esquiar sin pendiente, no es una guachada, tenés razón Mati, si hubiéramos querido esquiar así como que te tiras en vez de ir deslizándonos horizontalmente como patos recién nacidos y tirarnos bolas de nieve y decir ‘qué linda es la nieve, quiero vivir en la nieve’ y que después nos cuenten que es linda pero más linda es ahí arriba donde no forma un piso duro, donde se arremolina como azúcar en las máquinas de copos del zoológico y se pega en la nariz juguetona para que trates de sacarla con el guantote negro, para que abras el velcro y sientas en la mano desnuda que la nieve en las alturas también quema, si hubiéramos querido la experiencia completa, deberíamos haber pedido a nuestros padres que nos regalaran el paquete completo, lástima por nuestros padres y por nosotros.

Wolo se había despertado a las siete de la mañana y había bajado las dos cuadras hasta el lago con su campera de cuero marrón arriba de cuatro remeras blancas, una encima de la otra, lo que más abriga son las capas sucesivas de algodón, había hecho espacio entre las piedritas del suelo y se había sentado a leer páginas sueltas de El Anticristo que tenía resaltadas con dos tonos de verde, el más claro para las oraciones importantes y el más oscuro para las palabras importantes de las oraciones importantes, los conceptos que no entendía o quería profundizar los marcaba con azul. Volvió a la habitación a las once y me despertó con el olor del pedo que se tiró mientras abría el cierre de su campera. Wolo dormía en la cama simple, yo había tirado un colchón en el piso después de una larga disyuntiva, la cama marinera que me había tocado por sorteo estaba formada por dos piezas que se apoyaban una encima de la otra, si me acostaba arriba corría riesgo de caerme al primer movimiento, si dormía abajo tenía el peligro de que se me cayera la parte de arriba encima. “Si un problema no tiene solución”, me había dicho Wolo, “sos un pelotudo”. Wolo estaba obsesionado con Nietzsche desde principios de sexto año, también estaba obsesionado con la zoofilia. “En Internet hay una página, whorse.com, especializada en penetración ecuestre”, me contó en uno de nuestros paseos al lago, “me hago unas pajas violentas y después me siento mal. ¿Por qué me tengo que sentir mal?”.

Me incorporé en el colchón y me froté las orejas.

—Estuve pensando —dijo—. No voy a ir a la fábrica de chocolates.

—Yo tampoco —contesté.

La visita a la fábrica de chocolates estaba pensada para que compráramos regalos a nuestras familias. Wolo decía que había que hacer micro-resistencias, rechazar el trago gratis en los boliches, negarse a las excursiones armadas para el consumo, nos quedaba el día de esquí y la última noche en Grisú, el boliche laberíntico que simula una mina de carbón. En los tres días que llevábamos de viaje, cada vez que se acercaba la hora de ir a una excursión y el resto del curso se juntaba a fumar porro en la habitación de los punks de Flores, Wolo y yo nos íbamos al lago. Nos estábamos haciendo amigos.

Vistos desde atrás, cruzando la avenida San Martín en dirección al Nahuel Huapi, debíamos parecer de la misma estatura. Wolo me pasaba por unos centímetros pero yo tenía un afro que me hacía ganar altura. Llevaba puesta una parka gigante con cuello de piel que había traído mi viejo de Londres a principios de los ochenta y sandalias con dos pares de medias, Wolo tenía su espalda de oso cubierta con la campera de cuero marrón. Vistos así, desde atrás, debíamos parecer padre e hijo.

Wolo barrió las piedras con el pie, un círculo para él y otro para mí, y nos sentamos mirando el agua. Le conté la historia de mi relación con Mariela, que ella quería ser libre durante el viaje, que la relación tenía que mantenerse en secreto por el pacto que habíamos hecho con Tumbi:

“Estábamos en la esquina de la Fábrica de pastas a la hora del almuerzo, comiendo ravioles en el portón como todos los viernes. Ese día los punks de Flores se habían ido porque tenían partido de hándbol, nos quedamos los tres hablando, como siempre, de qué íbamos a hacer con lo que nos pasaba. Tumbi y yo estábamos enamorados de Mariela, ella no quería elegir a uno solo y nosotros ni en pedo nos metíamos en una relación de tres. ‘Si pudiera armar un hombre con ustedes dos’, nos decía la hija de puta. Tumbi estaba sentado en frente nuestro, en la vereda. Propuso que hiciéramos un pacto, ninguno iba a estar con Mariela, éramos todos amigos y eso era más importante que cualquier cosa. Los tres estuvimos de acuerdo”.

Wolo escuchó la historia mirando el lago, buscaba con el ojo derecho un rayo de sol que se reflejaba en la ondulación de la superficie del agua. La línea de luz  que se proyectaba en su cara se movía y cambiaba de forma como una cicatriz buena.

—Lo cagaste, entonces —dijo y se frotó el ojo.

Después de un rato volvió a hablar.

—¿Viste la china del tercer piso?

—Qué tiene que ver.

—Es un infierno.

Esperé a que desarrollara la idea, no la desarrolló.

—¿Infierno malo, o infierno tipo ‘infernal’? —pregunté después de un rato.

—Me calienta. Las chinas en general, pero no sé si tendría algo serio con una china.

A mí no me gustaban las chinas, aunque le tenía afecto a la cultura japonesa por herencia de mi papá. “Las japonesas sí me gustan”, pensé, “es que tengo la idea de que dentro de la categoría oriental, lo chino es grasa, lo japonés refinado, y lo coreano no se sabe bien qué es. Capaz si en vez de pensar a las orientales como chinas las pienso como japonesas, me empiecen a gustar”. Le expliqué a Wolo lo que me pasaba

—¿Por qué las chinas son grasas? —preguntó.

—No, las chinas no, Wolo, lo chino —y le conté la historia que mi papá me transmitió cuando empecé karate a los cinco años y él había escuchado de su maestro okinawense a los dieciocho:

“Okinawa, antes de ser invadida por el clan Satsuma del Japón en el siglo XVII, era denominada como el reino de Ryukyu.

En el reino de Ryukyu, nació vivió y trascendió el maestro Zhang Chu Choung, del linaje Choung, desterrado de China por la dinastía Ming.

Zhang Chu Choung desarrolló el Kung fu aprendido de su padre, mezclándolo con las danzas folclóricas que bailaban los criados de su familia en sus ratos libres, y dio el nombre de Kempo a su creación.

La Escuela Real de Kempo abrió sus puertas en el año 1597, donde Zhang impartió clases sin distinción de castas, lo que le valió la desheredación por parte de su padre, quedando desterrado de su familia desterrada”.

—No existe la palabra desheredación —me interrumpió Wolo chasqueando la lengua.

—Cuánto te apuesto, después miramos en el diccionario.

—¿Trajiste un diccionario al viaje?

—Un Grijalbo chiquito.

También había llevado un cuaderno violeta dividido en dos, de la tapa hasta el medio escribía las palabras nuevas que iba aprendiendo del diccionario, sentía un vacío lexical por pensar todo el tiempo en música. La parte del cuaderno que empezaba en la contratapa  tenía ideas conceptuales para obras musicales. “Sonidos que sigan la evolución de una rama de árbol” o “Mamá es un bajo continuo: la cacofonía como potencia desestabilizadora”.

Retomé el relato: a Zhang Chu Choung lo habían desheredado por enseñar públicamente su Kung fu mezclado con danzas okinawenses.

“En 1609 cuando el clan Satsuma del Japón se disponía a invadir la isla de Okinawa, y Zhang Chu Choung contaba con noventa y cuatro años de edad, el maestro reunió a sus cerca de doscientos discípulos y formó un ejército para resistir el ataque.

Cuando su mejor discípulo, Kurata Ryu, ‘El Tuerto’, preguntó al maestro quién iba a quedar a cargo del ejército dando por sentado que éste era muy viejo para pelear, Zhang Chu Choung respondió: ‘Yo estaré a cargo de la resistencia: ciento noventa y nueve hombres son muy pocos. Doscientos, en cambio, son suficientes’.

Los seis mil hombres del clan Satsuma del Japón liderados por el general Ioshuma Takanashi aplastaron a la resistencia okinawense en escasas dos horas.

Cuando el maestro vio al enemigo emplear los movimientos por él desarrollados y a su mejor discípulo, Kurata Ryu, ‘El Tuerto’, confundirse entre la espuma del mar como un criminal prófugo, se cortó la yugular con la propia espada.

Terminada la batalla, y entre los cadáveres de sus compatriotas, Kurata Ryu, ‘El Tuerto’, recibió seis monedas de oro que alcanzó a guardar entre los pliegues de su hakama antes de que el sable del general japonés Ioshuma Takanashi cortara su cabeza en dos golpes, el primero interrumpido por el hueso de su columna vertebral.

Los cincuenta y un años que el general Takanashi sobrevivió a la conquista de Okinawa, los dedicó a depurar y difundir el arte de guerra desarrollado por el maestro de ascendencia china y enseñado a él por el discípulo traidor,  presentándose a sí mismo como el creador del Karate-Do (el camino de la mano abierta), como llamó al arte marcial luego de ver a Kurata Ryu, ‘El Tuerto’, mostrar sus manos vacías al recibir el primer impacto de la katana, y pedir perdón a su maestro antes de recibir el segundo impacto con el que el general le dio muerte”.

—Esa es la historia del karate, Wolo.

—Es toda entre japoneses y okinawenses. No veo dónde las chinas son grasas.

—Lo chino, Wolo. Además está el padre de Zhang Chu Choung que era chino, y el general japonés fue el que tomó el Kempo y lo convirtió en el Karate que es un arte marcial muchísimo más fino que el Kung fu.

—No se sostiene de ninguna manera, el groso acá es Zhang Chu Choung. El japonés después le robó los movimientos al tuerto.

—El tuerto se los enseñó —corregí a Wolo— se vendió por cuatro monedas de oro.

—¿No pasó algo así con Judas?

—No sé —contesté y me quedé pensando.

Wolo se quedó pensativo también. Tiró una piedra al agua, y mientras el reflejo del sol le recorría la cara como un virus iluminado, dijo:

—Naaaaaa, diez pesos a que desheredación es un invento tuyo.

Volvimos a nuestras casas en micro distanciados, literalmente, Mariela en una punta y yo en la otra, en el medio la sospecha de todos los compañeros, la de Tumbi al lado mío, a la mayoría nos les importaba demasiado, Wolo haciendo sus dibujos eróticos del Medioevo con caras redondas de frentes grandes, volvimos a nuestras casas y también al colegio, la ORT, ese fuerte de tres edificios con un muro de metal protegiendo la frontera entre el patio y la calle Río de Janeiro, y una garita elevada sobre el muro desde donde mirar a los que no se limitan a transeuntar la calle sino que la transan con sus polleras grises y buzos verdes del Colegio Sudamericano tan cerquita, o la untan con cera de vela como los skaters exiliados del Parque Centenario tan a tres cuadras también, o yo mismo que fui hace poco a sacar fotos para dejar registro de ese muro mezcla de azul y gris con la garita recortando el cielo que también mira hacia adentro, dos mil chicos en un mismo turno bien merecen ser observados, un panóptico de Foul Cult, decíamos con Wolo en sexto año y nos creíamos mil, la verdad es que una institución educativa taaan colosal y con una obsesión taaaan fuerte de dejar en claro que adentro había sólo y solamente seguridad, seguridad física, psicológica y del porvenir, un colegio creado por alguna mente sacada de la ficción del Protocolo de los Sabios de Sión, donde esos pocos cientos de judíos se dedicaban a controlar el destino del universo, una mente judía, exclusivamente, y de segunda mitad del siglo pasado podría haber creado un lugar así, que, para exposición de la brillantina de los cráneos de Wolo y el mío, dejaba unos baches increíbles a la hora de preocuparse por el uno a uno de tantos miles, un lugar donde el doble turno y, especialmente, las medias faltas por turno hacían todo un Culto a la Falta con base en el pool de la esquina donde se podía fumar, tocar culos de cursos menores y ser feliz sin más autoridad que el dinero necesario para ganarse el derecho a permanecer en el local, unas cuantas fichas de pool que además costaban muy poco y cualquier alumno de nuestro colegio podía saldar sin tener que dar explicaciones a los padres propiciadores del contenido amoroso y dionisíaco con que llenábamos la falta, la media falta, para ser más precisos, porque lo más hermoso era llegar después del almuerzo a los bloques más bondadosos con que ocupaban la tarde para no cansarnos de más, gimnasia, por ejemplo, con el SAF tan abusado, sin actividad física para todos los compas alérgicos al cloro, asmáticos y con pie plano, lo más hermoso era haber faltado a cuatro horas de escolaridad obligada con una punición mínima y estéticamente deseable como el ‘½’ que se veía entre tantas ‘P’ y ‘A’ alfabéticos y feos. Volvimos a los tres edificios de la ORT que ahora son cuatro como pude ver cuando fui a sacar fotos y un policía me pidió borrarlas, después de haber sido avisado por la seguridad interna del colegio, hombres con chalequitos beige y pantalones negros que se acodan en las imperfecciones de las esquinas donde los chicos toman el colectivo, el ciento cinco y el quince y el ciento cuarenta y seis y el ciento veinticuatro y el sesenta y cinco, el policía me pidió borrar las fotos de mi cámara pocket digital a pesar de ser ex alumno y ser ilegal el pedido, a pesar de haber dedicado tantísimo tiempo de mi juventud más tierna a tocar la batería para representar al colegio ante los inversores americanos, ante los directivos de todo el mundo, en vivo y por videoconferencia, una vez hasta las dos de la mañana, día de semana en que había ingresado por la puerta del muro metálico a las siete cuarenta y cinco; volvimos en micro a la vida adolecente con mucho sufrimiento aunque faltara poco para que terminase, aunque ya estuviéramos buscando en internet los programas en lenguas muertas de las carreras cortas de la UBA, y Mariela entendió que le quedaba poco también del drama que la hacía una diosa para por lo menos dos de sus compañeros, y después de haber comprobado en el viaje de egresados que yo también tenía mi capacidad representativa, o que me había dado cuenta de que podía traspasar mi abrigo autocompasivo para llegar a gustarle a una coreana del tercer piso del hotel de Bariloche, a gustarle y hasta chuparle las tetas, más que eso le había dado pudor por su novio en Buenos Aires, una chica con límites claros, Mariela vio los suyos y empezó a llenarme de regalos, un cuadro pintado por ella con un ‘Blito’ de letras gordas y rojas con brillos, una crema batida en spray para la exploración escatológica de nuestra sexualidad que exponíamos a la mirada de quién quisiera y quien no también, porque ahora podíamos apretar en público, sobre autos estacionados en la calle que nos festejaban con sus alarmas de cinco melodías en loop, no más secretos, cagándonos por fin en Tumbi porque el amor que ella me tenía era más fuertemente obsesivo que cualquier norma social, excepto la que imponía respeto a su padre, el único con permiso a tocarla en la relación más incestuosa, untuosa y suntuosa que tuve la suerte de ver, con mis padres no había tal respeto, hemos usado todas y cada una de las camas en las dos casas que correspondían a la separación, hemos dejado sobres de preservativos en baños familiares, marcas de chupón en partes visibles del cuerpo del otro y un tubo de crema en spray con su post que decía ‘POR SU PROPIO BIEN, NO TOCAR!’, entre las gaseosas de la heladera en casa de Saúl y Jana.

Y cayó el amor por su propio peso iniciático, dio lugar a otras exploraciones obsesivas, mi ingreso a la secta macrobiótica unos años más tarde, ya separados porque sí, porque no es bueno estar demasiado quieto, nos seguíamos queriendo, verbo muy distinto y mucho más noble, éramos amigos que cogían cada tanto, compartíamos el relato de las impresiones de nuestra sensibilidad sobreafectada con la intimidad de habernos descubierto el uno al otro, hasta que también eso se fue diluyendo entre las posibilidades infinitas del tiempo visto desde la orilla, y seguí yo tratando de eludir a la muerte con dietas de alimentos integrales y actividades con escasa carga de energía vital, ella saliendo con chicos con afro cada vez más chicos, la ORT produce suficientes por camada, Mariela estacada en su aporte vocal a la banda del colegio, trabajo mal remunerado pero remunerado al fin una vez egresada de la institución, afros de chicos cada vez más chicos, con más vida para entregarle a ella que vivía de sangre, de música y espejos, cóctel culminado en la operación de las tetas, un gesto de inteligencia, el cuerpo cura los dolores del alma en su reflejo grotesco, sentirse deseada en un momento de la humanidad culturizada con tetas como el colmo de la capacidad nutricia, las tetas como el punto de fuga de los otros, el punctum al que van los ojos ordenados por el cerebro a buscar alimento, calor, todo lo que podemos pedir, lo demás son variaciones formales, el plan de la obra social de Mariela regalaba dos estéticas por año y el padre de una amiga que teníamos en común era el dueño de un clínica, nos habremos visto dos veces el último año, una me mostró el resultado de la operación en plena calle, de noche, la acompañaba a su casa caminando por Mansilla y se levantó la remera, nos dimos un beso en el cachete al costado de la puerta para que no me viera el de seguridad que trabajaba hacía cinco años y se tomaba demasiada confianza, después seguí hasta la parada del veintinueve, como había hecho con Tumbi muchas veces y muchas más en soledad, que no molesta si hay proyectos, yo los tenía, iba a conocer el mundo, estudiar guitarra maniáticamente para agotar la exigencia al momento de la contemplación, que llegaba a eso de las ocho de la noche, en general, por esa hora me tomé el veintinueve a lo de mi papá ese día, no había quedado en visitarlo pero me gustaban la parada y el recorrido que hacía el ramal Olivos, habré mirado por la ventana las chicas que se bajaban porque la torsión a la que tenía que someterme para mirarlas cuando estaban arriba era poco amable, las habré mirado caminar con sus botas altas y sus jeans claros metidos adentro, con sus carteras de Puro y pelos lacios hasta los omóplatos, habré flotado sobre el asfalto junto con el colectivo a través de la ciudad pensando que estaba bien, había nacido en mi tiempo, con velocidades y fugas propias a mi espíritu, y compañías y soledades de mentirita para mantenerme ocupado hasta que me tocara bajar.

—Para mí la verdad es fundamental en una relación —me dijo Lara en Esmeralda Vip.

Yo había sido el que empezó a hablar. Había durado poco y la verdad es que me interesaba mucho hablar con ella. Me preguntó si tenía novia y le dije me había separado hacía muy poco. Le pregunté si ella tenía novio y me dijo que se acababa de separar también. Que cuando le dijo cuál era su trabajo, el hombre se fue.

—Se fue bien, me entendió y todo, pero no se puede sostener una relación así.

—¿Sos de acá? ¿De Capital?.. Yo te pregunto, si te molesta…

—Sí.

—Perdón, no quise…

—Sí soy de acá.

—Ah.

—¿Vos?

 

 * *

Imagen: “Todos somos superhéroes” de Jennifer Croft

FuturoEitán Futuro , favorecido por la numerología el día de su nacimiento, dedicó los años de su etapa formativa a contemplar la destrucción progresiva del mundo, manifestada en el núcleo de su familia – nave del tiempo. En 1998 los padres descubren debajo de su cama un cajón lleno de plastilinas con escritura cuneiforme y un dólar de la suerte que había traído su abuela Pinina de Florida, por lo que deciden mandarlo a hacer un psicodiagnóstico con una vieja compañera que había tenido su madre en la escuela de morot, maestras jardineras judías. Ante la pregunta por el significado de la escritura cuneiforme, Eitán responde “No significa nada”, y agrega “Eso ya no existe” mientras escribe su micropoema índigo #2 en un cuaderno violeta con telas de araña en relieve. (“Micropoema índigo #2: Calor y viento en un mismo aparato. / ¡Oh! ¡Cómo te quiero, /mismo aparato!”). Cuando la psicopedagoga Shoshana pregunta por lo que está escribiendo, él responde “Hago futuro”.
hsfJennifer Croft obtuvo becas Fulbright, PEN y National Endowment for the Arts y el Michael Henry Heim Prize. Su crítica y sus traducciones aparecieron en revistas y diarios como The New York Times, n+1, Electric Literature, BOMB, Guernica, The New Republic, entre muchos más. Es PhD en Literatura Comparada de la Universidad de Northwestern (2013), y tiene un MFA en Traducción literaria de la Universidad de Iowa. Es Editora Fundadora de BAR. Capítulos ilustrados de su novela Serpientes y escaleras están, en varios idiomas, en http://homesickbook.space.


Publicado el 11 de junio de 2013 en Ficción.



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