Orellana [valparaíso]
Álvaro Bisama
Mi librería preferida es una librería fantasma. Se llamaba librería Orellana, y quedaba en el centro de Valparaíso. Cerró hace un par de años. No pudo resistir más. Sus dueños eran una pareja de ancianos, que estaban ahí desde la mitad de la década del 50 o del 60. Él era alto y delgado, ella era bajita y ocupaba lentes gruesos.
Nunca supe sus nombres.
Mi abuela tenía una cuenta en la librería desde que la abrieron. Mi abuela leía mucho. En la casa donde crecí los libros de mis padres estaban mezclados con los de ella. Esa biblioteca me formó o me deformó. Muchos de esos volúmenes provenían de la Orellana. Era fácil reconocerlos, gracias a un timbre que tenían en la primera página. Cuando a mis padres les pagaban fin de mes te regalaban historietas de Astérix. Todas venían con ese timbre, que para mí es una especie de estigma sagrado. Ese timbre estaba en casi todas las novelas del boom que leí en la adolescencia y en los manuales de teoría literaria que estaban en los anaqueles desde los setenta. Aún hojeo esos volúmenes que están por aquí y allá, en la casa de mis padres y en la mía, en los recodos de la memoria: clásicos griegos editados por Porrúa, cosas de Kayser y del new criticism de Wellek y Warren traducidas por Gredos, volúmenes de Droguett o Vargas Llosa de los sesenta.
La Orellana no era un museo, pero por lo parecía. Nada parecía moverse nunca en los mesones; en los estantes se podían ver las capas geológicas de nuestras modas literarias. Y eso volvía confiable al lugar: pues nunca se deshacían de nada. Ahí se podía comprar a destiempo, mirar en los anaqueles los mismos libros que llevaban ahí por décadas. Recuerdo que su sección de ciencia ficción era buenísima y que por años nunca se deshicieron de los viejos tomos de Alianza de Kafka, Canetti o Lovecraft.
A veces, creo que esos timbres son máquinas del tiempo.
La librería sobrevivió más o menos medio siglo, en una ciudad donde el resto de los negocios parecidos quebraron una y otra vez. De hecho, en Valparaíso, desde que tengo memoria, casi ninguna librería duró mucho. La Orellana estuvo antes que todas; parecía que no le iba a pasar nada. Eso creía yo. Debí leer el entorno: todo lo que la rodeaba había cambiado. Durante la década pasada, el sector (cada vez más turístico) se llenó de emporios que perpetraban esa estética de almacén de barrio, las viejas fuentes de soda se volvieron pubs, las tiendas de ropa mutaron en importadoras chinas; el ruido de las micros volvió todo intolerable. Quizás ese es el problema o la ilusión que supone la literatura: la confianza de que, en el momento en que todo se caiga al suelo, los libros puedan sortear elegantemente cualquier entropía.
Yo confiaba su supervivencia de modo casi automático. Era una ilusión: a comienzos del 2011, cuando volví a la zona a escribir una crónica sobre el Festival de Viña, mi madre y mi hermano me contaron que cerraba. Las razones eran las de siempre; no se sostenía como negocio y era mejor vender el terreno, que queda en el centro exacto de la ciudad, a metros del Cinzano, a centímetros de la Plaza Aníbal Pinto, en el corazón de cualquier ruta del turismo patrimonial. Cuando un incendio devoró el local que tenía al lado, no le pasó nada. El fuego no avanzó más allá. Cuando los dueños de la fuente de soda que estaba al otro lado, lo convirtieron en un abominable restobar, tampoco. Creo que esa ilusión terminó por confirmar el aura mítica que envolvía a la librería. Era un mito frágil, creado para encontrar el camino de vuelta a un tiempo perdido.
Los fantasmas son espejismos, anulan la progresión del tiempo. La librería Orellana es uno de mis fantasmas preferidos. Me gusta pensar en los fantasmas; son los ecos que dejamos en los lugares que alguna vez habitamos, son la memoria de los libros que alguna vez vimos sobre un mesón y soñamos con leer y, aunque no lo hicimos, fingimos que tienen un espacio en nuestra memoria. La Orellana es un fantasma, un paisaje que ya no está, una biblioteca que sólo existe en sueños.
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Librería Orellana – Avenida Esmeralda 1148 – Valparaíso, Chile
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Imagen: Álvaro Bisama
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