Mar del Plata
Rosario Bléfari
En la plaza nos quedamos mirando al hombre que hace un cenicero en un minuto. El olor de la madera apenas quemada. El sonido del tallado: el impacto del golpe que hace estallar los pedazos de madera. Las astillas volando. El aserrín que se acumula en el suelo. El conocimiento secreto de fondo y figura –saber qué es lo que hay que quitar para poder leer lo que queda en relieve-. El soplete de fuego usado como un pincel. Es un espectáculo infinito porque dura un minuto y vuelve a empezar y siempre hay alguien listo para pedir otro más. Pienso qué nombre tallaría en la madera pero no fumo tanto como para tener un cenicero con mi nombre ni tampoco estoy asociada a nadie de tal manera que merezcan ser tallados a dúo nuestros nombres y menos aún imagino una alianza perpetuada en el fumar. Me da tristeza esto de los nombres, la gente se acerca con los diez pesos en la mano y le dice al tallador qué nombres poner. Cuánto valor tienen sin saberlo estos ingenuos al decir esos nombres, entregándolos al riesgo de quedar unidos en un objeto –un cenicero- aún cuando nada más los una. Pero el ánimo de mi compañero, la admiración que le causa este tallador, me hacen olvidar de esas cuestiones. Así me pasa todo el tiempo con todo cuando estoy en su compañía, en especial ese verano.
¡Ah, todos esos lugares y cosas que me quiere mostrar!, todas esas actividades elegidas y compartidas en algún momento con otros, cosas que le gustan y colecciona. Y no sólo me admiro del recorrido que hacemos por sitios puntuales –a los que también quiere llevar a otras personas, lo sé, un día le dijo a Ezequiel que lo iba a llevar a todas partes– sino también me admiro de la forma en la que distribuye esas actividades en el poco tiempo que tenemos, esa especie de tour con horarios estrictos que armó y con el que quiero cumplir como una alumna aplicada.
Todo lo que alguna vez podría haberme aburrido o resultado indiferente se me hace encantador. Tengo paciencia infinita para esperar una mesa en una pizzería, ¿cuándo yo?, hambre súbita para probar gustos de helado, tortas fritas de la plaza, golosinas que como por primera vez, entusiasmo por observar a su lado como juega a lo que sea en máquinas con pantallas desgastadas, ganas de partidos de ping pong para los que resulto inepta. Me intereso por cada observación, por cada gesto. Estoy hecha un asco. Pero es tan agradable lo que siento, como un abandono, como una especie de desmayo de bienestar, y lo único inquietante es el presentimiento de que este estado estúpido y feliz es tremendamente adictivo, que voy a necesitar sentirme así una y otra vez, que esta sustancia que me inunda después no voy a saber ni cómo ni dónde conseguirla, que no se consigue fácil, porque soy difícil, porque siempre voy a comparar y nada me va a resultar suficientemente potente o igual de bueno.
Claro que igual sigue molestándome la basura que el viento arrastra entre las mesas de la rambla, y cuando él va a comprar un choclo me pongo a levantar las bolsas de nylon que bailan en los remolinos sin que me vea; claro que siguen sin gustarme las cosas que venden en los puestos de la plaza y lo que tocan los músicos callejeros, pero ignoro todo, borro de alguna manera todo lo que me sigue resultando vulgar y poco interesante porque me quiero meter en el mar igual, aunque el sol esté fiero, aunque esté sin toalla, sin lona, sin nada y la playa esté ocupada centímetro a centímetro y las aguas contaminadas, yo quiero mojarme en el mar como sea, ya sé que hay playas mejores, me lo quiere explicar, pero no me importa nada, porque estoy así, estoy imparable, y aunque todo esto sea en algún punto incómodo y raro y nos molestemos mutuamente porque yo quiero mojarme y él no y mi entusiasmo debería sólo estar al servicio de sus gustos para no causar conflicto alguno, entre que no nos importa tampoco eso y me importa todo, igual, igual estoy segura que esto es único.
Y es bastante rebuscado, es a contramano y no lo percibimos igual, nada lo percibimos igual. Es que no se trata de lo que pasa en realidad, no se trata sobre nada de lo que pasa ni de lo que vemos o probamos, no son la ciudad ni siquiera el mar, soy yo, soy yo sola y cómo me estoy sintiendo, cómo fabrico mi felicidad de esta manera y como todo está bien si me siento así, y cómo así puedo afrontar todo lo que no me termina de gustar o directamente lo que me disgusta, o lo que me es indiferente, así sí puedo atravesar el mundo como supe, si es que supe alguna vez hacerlo. Hay como un reflejo que vuelve, algo de antes, pero de antes de todo, de antes de nacer. Pero por momentos también las aristas de esta imperfección única me decepcionan o me lastiman. Aparecen como síndrome de abstinencia constante -nunca es suficiente-, otras como una sobredosis que me deja exhausta y a veces, muy pocas veces, hasta pareciera que fabrico mal la sustancia en cuestión y no consigo que me produzca el efecto deseado.
* *
Imagen: Constanza Alberione, “Autorretrato con perro” (2011), cortesía de miau miau
[ + bar ]
Cómo entrar en las fiestas: Para medir la marea de Alexander Maksik
Jennifer Croft traducción de Miklos Gosztonyi
Comprendí que había destruido el equilibrio del día, el silencio excepcional de una playa en la que había sido feliz.... Leer más »
Repeticiones. Sobre Nietzsche, la Bienal de Venecia y Art Basel
Mariano López Seoane
En los cuentos de hadas la curiosidad, una de las fuerzas que pone en marcha el relato, es indefectiblemente castigada. Esta advertencia ancestral ha detenido... Leer más »
DARK (una obertura)
Edgardo Cozarinsky
Empieza, siempre, en las sienes, una palpitación casi imperceptible al principio, y en el momento preciso en que la reconoce ese latido empieza a crecer hasta... Leer más »
Edgardo Cozarinsky
De “Ultramarina”, ópera contemporánea de Marcelo Lombardero, con música de Pablo Mainetti y libretto de Edgardo Cozarinsky, basada en su novela “El rufián moldavo” (Emecé 2004). “Ultramarina”... Leer más »