Las hermanas Pizarro

Alejo Musich - lobos II oleo sobre tela 60 x 90cm 2012
Juan Álvarez

Dije Bueno. Así contestaba entonces. Era un bueno vigoroso, pendenciero, casi buscarruidos. Pero buscarruidos no puede ser la palabra, porque a mi saludo telefónico le seguía siempre un deseo de silencio. Mi saludo tenía que ver con una cantidad de tiempo descorazonador malgastado en México trabajando como lector para una editorial comercial. Tenía que ver con Colombia, con sus ciudadanos halagüeños que decían Aló y luego se lanzaban meados de la dicha a contar una cosa y la otra, igual que el ruiseñor imbécil camino a la jaula.

Una voz al otro lado dijo Hola.

–¿Sí, bueno? –repetí yo.

–Hola –repitió la voz.

Nunca he sido bueno para este tipo de jueguitos. Fui directo al grano.

–¿Quién es? ¿Qué quiere?

–¿Galvareza? –preguntó la voz con timidez.

–Sí.

–Soy Estela Lara, la madre de María José y María del Mar Pizarro.

Dos años atrás me las había arreglado para engañar a un inteligente y entusiasta parche de jóvenes editores. Les había hecho creer que era el autor de un buen libro de cuentos, un libro para el que había investigado y trabajado duro varios años. Todo un monumento a la disciplina. El tipo de libro privilegio de la madurez. Dos tragos y cerramos negocio. Pedí apenas un millón de pesos. Insistí en que todas las ventajas estuvieran de su lado. Les dije que demandaba tan poco porque creía en las nacientes empresas editoriales independientes. Les dije que todos debíamos sacrificar un poco, ser solidarios. Brindamos y sonreímos. Con el millón de pesos me compré la vespa más vieja que encontré y me largué a ser feliz a un pueblo cerca de Bogotá.

En el libro había aplicado la técnica como en botica del poeta Rafael Alberti, es decir, agarré un cuaderno y lo llené con todo. Lo llené de amor y lo llené de política. En uno de esos cuentos, para ser claro, me valí de las figuras y del apellido sonoro de las niñas Pizarro, muchachitas a quien jamás en la vida había visto y de quienes apenas había oído mentar sus oficios: la una modelo; la otra joyera y promotora de arte callejero. ¿Apellido sonoro? El de su padre, claro, quien había sido comandante en jefe de un grupo guerrillero colombiano sui generis, y por sui generis quiero decir un grupo guerrillero democrático, mediático, urbano, de golpes simbólicos, militantes a lo largo y ancho de los setenta y ochenta y reinsertados a la sociedad civil a partir de los noventa. Al tipo, guapetón y convincente, una vez se hizo precandidato a la presidencia, un pelado con hambre en la estrechez de un pasillo de avión le descargó la munición de una ametralladora entregada para la causa, por si acaso el guerrillero se estaba haciendo ilusiones de poder. Hice un repaso veloz del cuento en cuestión. Si la madre llamaba para insultarme necesitaba estar preparado. Como no recordé haber tildado a sus hijas de putas, ignorantes o insensibles, me tranquilicé y la saludé. En el momento en que lo hice recordé las palabras del pelado sicario garabateadas en la hoja de papel que la policía le encontró en el bolsillo: “Por favor, páguenle el millón de pesos a mi mamá”.

–Leí el cuento que escribió sobre mis hijas. Quiero invitarlo a un café –dijo la señora Lara.

Pensé explicarle tres o cuatro rudimentos de teoría literaria y sacármela de encima. Comencé a buscar las palabras. Señora, el cuento no es sobre sus hijas. Sus hijas están ahí porque su apellido paterno resulta un gancho político y comercial inmejorable… ¿Y si la señora ya sabía esto? Después de todo, ¿para qué tiene alguien una hija modelo si no es para enterarse de cosas así? Debía ser preciso, no fuera a pasarme igual que con mi madre, sobre quien también había escrito un cuento, el de la intimidad, y entre más le expliqué la trampa a la vieja más se convenció del cuento como el encadenamiento justo de sus miserias.

En medio de semejante cálculo mental el estómago me avisó hambre. ¿Y si le enganchaba a ese café un sándwich de prochuto en pan cavatta y mus de mango? Sólo era cosa de llevarla al lugar indicado.

–Señora Lara, ¿qué le parece si nos encontramos ahora mismo?

 *

En el café, como era de esperarse, las cosas no fueron nada bien. La señora Lara se despachó quince minutos de preguntas entusiastas e impertinentes sobre mi vida y lo que ella gustosa llamaba mi compromiso con la literatura. Creí anticiparme a la debacle cortándola y preguntándole qué era lo que quería. El sándwich había llegado y yo ya iba a mitad de camino de zampármelo.

–Quiero contarte la verdadera historia de mis dos hijas.

En aquel tiempo yo podía ser gorrero, pero no güevón. Me negué rotundamente.

–Señora Lara, no lo tome a mal, pero francamente, eso que usted llama la verdadera historia de sus hijas me tiene sin cuidado.

Acompañé la frasesota con el ademán de levantarme de la mesa. La madre de las hijas Pizarro me agarró del brazo, ejerció presión y dijo:

–Qué hijueputa, ¿ah? ¿Le pago un almuerzo entero y no es capaz de escucharme un par de hijueputas minutos más?

La fuerza de su mano reseca creció exponencialmente. Recordé los rumores sobre su propia participación guerrillera. ¿Y si eran verdad? ¿Y si esta vieja hijuemadre era capaz, ahí mismo, sobre las relucientes baldosas del café, de tirarme al suelo y aporrearme con una llave bien paila? Escruté sus ojos, regresé a la silla y me dejé comprar con dos cócteles. Estábamos en hora feliz. No estaba aprovechándome.

 *

Reconstruir la historia de vida de cada una de sus hijas le tomó a la señora Lara veinte minutos. En el transcurso de la tortura perdí la cuenta de las veces que dijo amor y derechos humanos.

–Todo lo demás son mentiras de la prensa. María José vive con su hija Camila en Barcelona. María del Mar va a la universidad en Puerto Rico. Los días de ambas son ahora incomparablemente más tranquilos –cerró, entre suspiros, y gracias al cielo no habló más.

Regresé a mi guarida y empecé a sentirme enfermo. Culpé al maldito sándwich. Maldije los cócteles. Me acusé a mí mismo por contrariar mi primer impulso. ¿Para qué había consentido escuchar semejante historia llena de ripios y manoseos sentimentales? ¿Cómo era posible que por un puto almuerzo y dos tragos dulzones sometiera un órgano tan noble como el oído al suplicio de una épica maternal? Tal y como era fácil de prever, la madre de las Pizarro no sólo estaba llena de culpa por el tipo de niñez acosada y en fuga permanente a la que había sometido a sus dos hijas. Peor aún: jugaba con la posibilidad de que un retorcido sentido de la tenacidad rezumara a su alrededor.

Me sentí mejor después de agarrar a cabezazos la espuma gruesa que tengo pegada en la pared al lado de mi escritorio. Los golpes me despejaron. Empecé a ver con claridad: el estuche de chuchería en el que esa tarde se me presentaba no me dejaba oler la mina de oro puesta ante mis narices. Tenía una historia de amor y el derecho de usar con impunidad la expresión derechos humanos. Escribiría una seudobiografía novelada del comandante Pizarro. Bien amarillista. De él y de las mujeres que orbitaron su cariño: su esposa, sus amantes, sus hijas tenaces. La una hippie irredenta y la otra joven promesa del modelaje nacional. La información sobre la familia me perseguía, y en caso de hacer falta, estaba visto que la madre hablaría sin parar. ¿Lo relativo a las amantes? Sencillo: insinuaciones que la oscuridad de la selva y las penurias del monte sabrían proporcionar. Con tal combo femenino, sumado a la redundancia mediática que ya desde tiempo atrás había hecho del apellido Pizarro un ícono redimido, alguien seguro invertiría sus pesos. En un país de colibríes complacidos en chupar guerra, drama y romance, lectores sobrarían.

Tanta productividad me permitió dormir como un bebé en pastillas.

 *

Al día siguiente marqué a la oficina de mi amigo Armando Torres, un joven inteligente, conversador, mono y de ojos azules. Todo lo que una descomunal empresa nacional de papelería y libros con facturaciones anuales por 160 millones de dólares necesita para editar literatura y crónica. Le solté mi idea en todas sus implicaciones.

–Pero Galvareza, viejo, ¿usted no escribió ya sobre eso hace un par de años? –dijo el imbécil, alardeando de memorioso. Volví a explicarle. Esta vez le dije que abriera la cabeza y prestara atención. La advertencia no debió gustarle, porque ni bien me repetí añadió:

–No, no me interesa. Es un tema trajinado, agotado, nada de inventiva veo yo ahí.

–No sea bruto, Torres. ¿Quién le dijo a usted que se trata de inventiva? –era hora de jugarme con aquel zángano. Lo hice sin piedad–. La gente mira la realidad y la ve. La palabra no hace visible lo invisible. Romanticismo de mierda, Torres, ¿para aprender eso fue a la universidad? La palabra hace nuevamente visible lo que ya es visible y todo el mundo mira y nadie puede o nadie sabe o nadie quiere ver. La vida de esta gente fue desagradable, espantosa, pactada por el destino de una sociedad y una clase dirigente maniquea y asesina, la vida de trapecistas a quienes se les encalambran los músculos en el aire. ¿Y todo para qué? Hay que tener las güevas muy bien puestas para verlo sin cerrar los ojos o sin arrancar a correr, porque quien lo ve se destruye o se vuelve loco. Un negociazo, man.

–No, no me interesa. Voy a colgar.

Lo amenacé. Hablé de hacerle brujería al sello ese de mierda para el que trabajaba. Respiró alterado. Me le adelanté y colgué. Repasé tres o cuatro contactos editoriales más garabateados en mi agenda. Con todos había sostenido una conversación similar en los últimos seis meses. Mierda.

 *

Dos días me tomó reponerme. Tres días me tomó evacuar la cabeza. Al cuarto día desperté radiante, sin rastro alguno del apellido Pizarro, sin rastro del negocio, sin rastro del mal aliento telefónico de Torres, nada de nada.

Al quinto día sonó el timbre de la puerta. Sobre los cerros orientales bogotanos se pintaban las cuatro en punto de la tarde. Abrí y encontré el rostro fresco y afilado de una mujer joven. Pelo corto, en flecos modernillos. Botas rojas expuestas hasta la mitad de la pantorrilla. Lo mejor de su personalidad debían guardarlo sus bluyines apretados.

–Hola, soy María José Pizarro –dijo la sorpresita.

Puta vida. ¿Qué estaba pasando? Una mala broma, pensé.

–Lástima que no es su hermana –dije rápido–. ¿Qué quiere? ¿Cómo consiguió mi dirección?

–Me las arreglé… No quiero nada. Mamá me contó que eras medio ácido. Estoy de visita en la ciudad. Por esta tierra no se ven muchos, así que decidí darte una vuelta.

–Hubiera llamado. Habría podido decirle que no es bienvenida.

–¿Mi hermanita sí hubiera sido bienvenida?

–No sé. Dependería de la ropa –mentí. En mi investigación para los cuentos aquellos había echado ojo a varias fotos de la joven modelo. Incluso la habría dejado entrar a zurrarme.

–¿Significa que te parezco fea y vengo mal vestida?

Volví a mirarla. La verdad era que no estaba nada mal. Uno miente. Pero uno también no miente.

–No; aguanta.

–¿Qué aguanto?

–Bueno, aguanta…

Apenas me vio sin palabras se escurrió entre mi brazo y la puerta, ágil, rozándome la axila con su coronilla. Ya adentro, apoderada de mi sala, dijo:

–No cierres, mi hermana viene subiendo.

–¿Ah?

–¿Qué pasa? ¿Te ponen nervioso las modelos?

–La verdad es que yo hoy no estoy de humor para estas cosas. Quéjese por escrito y déjeme en paz.

–Nada de quejas. Vinimos a tomarnos unas cervezas. Como eres medio mal educado supusimos que no ibas a pagarlas. Las que traíamos se nos quedaron en el taxi. Mi hermana fue a buscar otras –dijo, y soltó una sonrisa.

La hermana apareció en el umbral de mi puerta, falda de flores verdosas con caída hasta el final de los muslos. Alzó la mano mostrando con orgullo una bolsa llena de latas de cerveza. Se veía tan dulce como un kiwi maduro.

–¿Este es Galvareza? –le preguntó a la hermana apenas me vio, apocándome.

–Imagínate – le respondió María José.

No dije nada. Me sentí agotado.

–Cariño, es broma –retomó la modelito, dirigiéndose a mí.

–Broma su nombre. ¿A quién se le ocurre bautizar a alguien María del Mar? –dije.

–Sólo a un par de chiflados, es cierto. Será por eso que tampoco nos bautizaron –dijo, se rió igual que la hermana y caminó hasta la cocina. De regreso trajo dos latas de cerveza por cabeza. Había que reconocer que las hermanas Pizarro hacían méritos para caerme bien–. ¿Sabes lo que opinaba mi padre sobre el catolicismo en Colombia?

–¿Por qué iba a saber?

–Decía que era mierda, pelecha inextinguible, moho corruptor como ningún otro. Así hablaba el caballero guerrillero.

Abrió su lata y se metió un trago largo llena de alegría. Luego quiso saber si su hermana me había contado ya los motivos de la visita.

–Sí, dijo que no venían a nada.

–Exacto. Vinimos a eso y también a cerciorarnos de la clase de tipo al que nuestra dulce madre le anda contando lo que ella cree ha sido nuestra vida. A propósito, no serás tan ingenuo como para creer que las madres saben la historia de sus hijas, ¿o sí?

–Me da igual. Hace unos días pensé en hacer un negociazo con ustedes y la figura de su padre, pero por suerte el mundo editorial de este país se encargó de desalentar semejante estupidez.

–Te creo. El desaliento en este país es bravo. Será por eso que nosotras no vivimos aquí. Aquí les ponen al frente a un comerciante de bien procesada y empaca cocaína, y a un hijueputa hampón que anda por la vida con motosierra descuartizando campesinos que le disgustan, y ambos les resultan espeluznantes por igual. Chupados, carevergas, ¡malparidos!

–Epa epa, que esta es una casa decente –tuve que cortarla–. Para ser modelo usted tiene la boca bien sucia.

–Y eso que no la has escuchado hablar de sus colegas, imitar a Viena Ruiz o contar la historia del hijo del presidente –terció María José.

–¿Cuál es la historia del hijo del presidente?

–¿No sabes? Pensé que andabas en la jugada. Cuéntale, María.

La modelo hizo cara de preferir pegarse un tiro antes que perder el tiempo en eso. Su hermana mayor le hizo mohines por antipática. Luego dijo:

–Te la cuento yo, pues, porque es importante.

Lo que empecé a oír arrancó en el punto en que la familia presidencial se extraña porque nota que, de un tiempo para acá, al hijo menor casi no le gusta salir de Palacio. A diferencia del mayor, que aprovecha cada oportunidad que tiene para viajar con su padre por las regiones del país, el menor siempre encuentra, en el estudio o en su salud precaria, una excusa para encerrarse. Un día el padre regresa temprano de una visita a pueblos del Pacífico asolados por aguaceros torrenciales. Viene exhausto porque ha tenido que posar varias horas, entre otras cosas, besando las coronillas de niños negros abandonados a la suerte feroz de la pobreza. ¿Qué encuentra? Su vástago menor en cuatro aullando de la dicha mientras un soldado moreno de la guardia presidencial se la mete por el culo con el uniforme hasta las rodillas. La escena tiene lugar en el baño privado del hermano mayor, de donde el presidente los saca a ambos de un tirón, los agarra a golpes y luego lanza al hijo por las escaleras del Palacio, mientras grita ¡cerdo asqueroso marica!

–No puede ser.

–Así fue.

–¿Y qué pasó con el soldado? –pregunté.

–¿Qué pasó con el soldado? –repitió María José, como sorprendida.

–Sí, ¿qué pasó con él?

–¡Pues yo qué putas voy a saber lo que pasó con el soldado!, Galvareza, por favor.

–Al soldado lo transfirieron o le dieron una medalla o se convirtió en héroe del batallón guardia presidencial –intervino María del Mar–, ¿qué más da? Te estamos hablando de la maldita caída por las escaleras de Palacio del hijo del presidente Uribe. Tres costillas rotas, un brazo roto, una ceja rota, puta, Galvareza, ¿qué parte no entiendes? Averigua y verás que encontrarás el año pasado un periodo de tres meses en el que al mancito no se le vio en público ni una sola vez.

Abrí la segunda cerveza y me bajé la mitad de un trago.

 *

–Oye, guapito –interrumpió María del Mar, media hora más tarde–. Es hora de que sepas la verdad. Mi hermanaca y yo hemos venido a buscarte para invitarte a dar un paseo.

–¿Están locas? Con esa frase en este país han comenzando historias terribles.

–No digas pendejadas que no vamos a hacerte nada, nenita sacacuerpo.

Lo que siguió fue una oferta que consistía en acompañarlas al día siguiente a una finca cerca de Fusa. La casa era una casa en la que alguna vez el comandante Pizarro se había refugiado. Iban ahora porque hasta hace muy poco su madre les había contado del lugar. Todo indicaba que encontrarían cajas con documentos del padre. Libros, fotografías, cuadernos de notas. Incluso prendas de su tiempo guerrillero. La verdad era que todavía no sabían con exactitud lo que ahí pudiera haber. Pero lo que fuera, se les había ocurrió que yo era la clase de sujeto al que un material así podía importarle. Si encontrábamos algo de interés me dejarían trabajarlo. Derechos de edición o explotación, lo que quisiera. La idea era salir a primera hora.

–Hay piscina, Galvareza. El único riesgo es que te broncees esa piel amarilla.

Debo reconocer que alcancé a considerarlo. La cosa era tentadora y las hermanas Pizarro merecían. Pero se hacía tarde y era hora de que les hablara con la verdad. De un tiempo a la fecha no había estado sintiéndome bien, dije. Había ido al médico y me habían diagnosticado con un problema menor pero de cuidado: sudoración colicuativa. Cuando terminé la frase las hermanas Pizarro se movieron un tanto hacia atrás en el sofá.

–Tranquilas, que no es para que hagan esa cara.

Continué explicándome. Estaba en juego mi reputación, y con mi reputación no se juega.

–No tiene nada que ver con el culo. Se trata de secreciones patológicas que producen enflaquecimiento, pero por los poros. Ando débil y debo cuidarme. Salir de viaje, caminar llanuras, descubrir documentos, tomar el sol, todo el entretenimiento de un paseo a las afueras de la ciudad puede hacerme daño.

Se rieron. El resto de la tarde pasó como el suspiro de un gigante. Nadie dijo ni derechos humanos ni amor. Nadie dijo política.

En cierto momento del oleaje etílico cruzaron por mi cabeza los términos de alguna guachada sexual, pero finalmente no los expuse. La sudoración colicuativa puede ser fatal.

Afortunadamente la invasión de las hermanas Pizarro nunca llegó a los oídos de mis amigos mexicanos. Les habría resultado ofensiva mi falta de acción ante dos bomboncitos de esos. Hasta me habrían escupido. En la patria era tiempo de pelícanos cegatones, pajarracos cuyos picos rectos y fuertes apenas si les servían de bastón. Yo contestaba el teléfono con un Bueno. Era un bueno vigoroso, pendenciero, casi buscarruidos. Pero buscarruidos no puede ser la palabra.

* *

Imagen: Alejandro Musich, “Lobos II” (2012), cortesía de miau miau

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